Hay estaciones que florecen afuera, pero duelen por dentro

“La primavera es para quienes creen que todo puede empezar de nuevo.
El verano es para los que ya saben lo que duele y se quedan igual.”


El sonido del viento era más cálido ese día.
Había perdido esa fragancia a polen fresco, y en su lugar traía un aroma seco, con un leve dejo a tierra caliente.
Abril se despedía sin hacer ruido, y el verano empezaba a empujar por los bordes del calendario.

Marina caminaba descalza entre los surcos del jardín de su abuela.
Las flores silvestres, que semanas antes se alzaban con arrogancia de colores, ahora se inclinaban vencidas por el peso de sus propios pétalos.
En un rincón, una amapola se deshacía con cada soplido. Le recordaba a ella misma.

Se agachó.
Metió los dedos en la tierra húmeda que aún conservaba restos del rocío matutino.
Cerró los ojos.
El mundo sonaba diferente: el zumbido de los insectos era más denso, más constante; como si todos tuvieran prisa por aprovechar el calor que llegaba sin pedir permiso.


La abuela regaba el limonero con cuidado.
Tenía las manos curtidas y lentas.
Marina la miraba en silencio, deseando que ese árbol pudiera hablar, que le contara cómo se sobrevive a tantas estaciones.

—La primavera es para quienes creen que todo puede empezar de nuevo —dijo la abuela, como si leyera su mente—.
El verano es para los que ya saben lo que duele y se quedan igual.


El sol caía a plomo sobre los hombros de Marina.
Quiso huir, meterse en casa y cerrar las ventanas.
Pero se quedó ahí, entre las flores marchitas, las hormigas apuradas y la brisa que empezaba a arder.
Porque entendía que esa era la vida:
sentir cómo una estación muere y otra nace dentro de ti sin pedirte permiso.

Y entonces lo entendió:

Y ella, por primera vez,
no tenía miedo de quemarse.